Retazos de
la historia de Candeleda:
“LA CASA CANDELEDANA”
Transcurrían los últimos años de la década de
los 1950. Concretamente era el año 1959. Un grupo de candeledanos, mujeres y
hombres, residentes en Madrid, añoraban su tierra. Veamos por qué.
-En aquellos años se
cumplía un dicho muy común y del que ya, gracias a Dios, no nos acordamos:
“después de tres años de guerra, cuatro de posguerra y cinco de bloqueo
internacional, etc.”, pues eso, que la situación española era más bien triste y
menesterosa. Pero claro, los españoles no nos arredramos por cualquier cosa. Y
los candeledanos, menos aún.
-Por tanto, la
situación era de pura necesidad: había que apañarse con unas alpargatas por
calzado, con una camisa para toda la semana, con unos pantalones para todo el
año. Abrigos y gabardinas, ni soñarlo. Comer, lo que se dice comer, pues más
bien poco…porque las cosas como son: no lo había.
-¿Viajar? Eso era
algo en lo que no se podía pensar, salvo para ir a Barcelona, Madrid, Francia,
Alemania, etc., a trabajar. Y los candeledanos fueron a todos esos sitios, y a
otros muchos más.
Y como era lógico, pues en todos esos sitios
surgía la “morriña“, que dicen los gallegos. Y cada cual lo solucionaba a su
manera. Así fueron surgiendo las “casas de España”, “las “casas regionales”, y
las menos pudientes, pero más jaraneras “casas y agrupaciones locales”. Tal fue
el caso de la entonces famosa “Casa de Candeleda”.
La Casa de Candeleda empieza a gestarse hacia
1956, pero es en 1960 cuando toma forma. Su primer Presidente fue D. Dionisio
Barderas Jara, siendo Secretario D. Ramón Lorente De la Luna. El cargo de
Presidente recaía en la persona más capacitada, al buen entender de los demás
componentes, y que más se había significado en la consecución del objetivo de fundar
la Casa. El cargo de Secretario era más fácil: se elegía al más joven, y ya
está.
Así nació la Casa Candeledana, con sus
Estatutos legalmente escriturados y registrados en el Gobierno Civil de Madrid,
de aquel año. Y ¡hala!, a funcionar. No mucho, la verdad, porque la cuota que
se pagaba era muy poca: no había para más.
El Presidente, nuestro buen amigo Dionisio,
trabajaba en Correos, en el “Palacio de Comunicaciones”, hoy Ayuntamiento de
Madrid. Era fácil cambiar impresiones con él,
pues se podía hacer un hueco en el trabajo para tomar un café, ¡ojo,
sólo café!, en la pequeña cafetería que, para el personal, disponía dicho
edificio en sus dependencias traseras. El Secretario se acercaba por allí en
los ratos libres, y porque más bien era el paso obligado desde su domicilio,
plaza de Manuel Becerra, hasta el edificio de Telefónica de Gran Vía, donde
trabajaba.
Para los ratos de asueto colectivo, se habían
designado algunos establecimientos de Bar-Cafetería, donde se podía pasar los
ratos por la tarde, y los sábados-domingos que uno no trabajaba. Uno de ellos
estaba situado en la calle “Cadarso”, digo yo que sería porque pillaba camino
de Candeleda. Recordemos que por entonces el autobús “Gredos” paraba en la
calle Mayor, frente a Capitanía. En aquellas fechas, los sábados eran
laborables. El turno era de ocho horas/día, por lo que el periodo laboral
semanal era de 48 horas. Por ejemplo, en Telefónica, los turnos eran de 8
horas: de 6 a 14h, de 14 a 22h, y de 22 a 6h; aunque estos eran continuos, pues
también había bastantes turnos partidos, de igual duración. Así ocurría que con
el primer turno de la mañana a esas horas el “metro” no había abierto (se abría
a las 7h), y era necesario coger el exprés de “san Fernando” y, piano, piano,
cada cual a su trabajo. Eso sí, con su bocadillo de sardinas en aceite o
mortadela bajo el brazo, envuelto en papel de “estraza” (el plástico no
existía).
Y a tan largas jornadas laborales, claro
está, era necesario añadir el “pluriempleo”, pues había que buscarse algún trabajo
más, si se encontraba, para poder llegar a fin de mes.
Y entre las distintas actividades que la Casa
organizaba, una era realmente deseada y querida: cuando había algún dinero, y
ocasión festiva, caso de los célebres “puentes”, es decir, dos días festivos
juntos (que eran muy pocos), se organizaba una excursión al pueblo, o sea, a
Candeleda. Claro que no todos podían ir, pues en aquellos años las guardias y
turnos en domingos y festivos eran obligatorios en las empresas tanto de
carácter público como privado. Y esto afectaba a muchos trabajadores
candeledanos.
Pero el autobús se llenaba a tope, aunque
algunos tuvieran que ir sentados en el suelo. En aquellos años la vigilancia en
carretera era un poco más flexible que ahora.
El autobús solía ser bueno, vamos de lo
mejorcito que disponían las empresas de entonces. Aunque podemos imaginarnos
como serían comparados con los de ahora: sin aire acondicionado, sin
cortinillas en las ventanas, y sin…pero andaban. ¿Y las carreteras? Pues la de
Extremadura era de adoquines, aquel célebre empedrado que causaba más ruido y
movimientos que cualquier “cha cha chá”. La de Oropesa-Candeleda era de tierra,
y en muy mal estado. Tanto que en una ocasión se buscó la alternativa de coger
la desviación de Talavera-Ávila y seguir por Parrillas-Navalcán: pues también
de tierra, con el agravante de que al llegar a Navalcán, el autobús se vio
negro para pasar por sus estrechas calles.
Pero se llegaba a Candeleda. Y ya allí se
olvidaban todas las penurias.
El alboroto en el pueblo era digno de ver: ¡han venido los de la Casa! Claro
que siempre se acarreaban personas que no conocían el pueblo, y que eran la “voz populi” para pregonar las
bellezas del mismo. Vamos, que se empezaba a promocionar el turismo.
Pero la llegada del autobús congregaba a
padres, abuelos, tíos, etc., todos deseosos de ver a sus hijos y nietos, a sus
sobrinos,....y a sus amigos de siempre.
Después de los saludos cada cual se buscaba
acomodo como podía. Y luego a recorrer el pueblo: ¿cuándo volverían otra vez?
Entonces Candeleda aún no había salido de su
tradicional recinto urbanístico: el Casco Antiguo, Plaza Mayor, el Castillo,
Corredera, Pozo, la circunvalación de las carreteras Candeleda-Oropesa y
Candeleda-Arenas, y poco más. Se visitaban los establecimientos clásicos: los
salones de “Tío Roñoso”, y de “Tío Dionisio el Cojo”, las tabernas
“Chocolatero”, “Tropezón”, “El Colmao”, “Bar Nacional”, “Rebollo”, “Piloto”,
“Serafín”, “Topo”, “Perdigón”, “Lagartín”, y un largo etc., donde se daba rienda
suelta a los saludos a todos los conocidos y se intercambiaban noticias sobre
la situación en el pueblo y en los madriles.
Pero esta actividad, con ser muy deseada, no
era la principal. La idea de la Casa, por la que nace, era la de servir de
soporte y ayuda a todo candeledano o candeledana que llegaba a Madrid en busca
de trabajo o, simplemente, por razones médicas u otra gestión que realizar. Se
le asesoraba, se le buscaba alojamiento, o se le acompañaba, si era preciso, en
tal o cual gestión que precisaba.
Hoy día, ya lejanas aquellas fechas, quiero
rendir desde aquí un sentido homenaje a todas las personas que en aquellos casi
olvidados años, fueron capaces de crear y organizar una modesta asociación de
ayuda solidaria entre los candeledanos. Muchas de aquellas personas nos han
abandonado. Otras, ya en su cuarta o quinta juventud, aún recuerdan con emoción
aquellos difíciles pero dichos años.
Vaya desde aquí mi recuerdo para todas ellas.